The Great Boss, Bad Bunny y otras formas de no entender nada

Cartas desde Copenhague.

Siendo una persona de letras, me fascinan esas publicaciones que hace la NASA y algunos influencers de la cosmología sobre el universo. Por supuesto, me refiero a los posts de Instagram para todos los públicos, en los que nos engañan —con cariño— haciéndonos creer que el conocimiento científico, incomprensible incluso para los expertos, está al alcance de cualquier mortal.

Hace dos días, por ejemplo, me puse a leer sobre The Great Boss, una estructura colosal formada por grupos de galaxias interconectadas por interacciones gravitacionales. Esta joyita fue descubierta en 2013 y sacudió los cimientos de la cosmología porque pone en duda eso de que el universo es homogéneo y responde a ciertas leyes fijas. Lo más glorioso de todo es el nombre: The Great Boss. No todos los días te encuentras una megastructura cósmica bautizada como si fuera el jefe de una mafia galáctica. Aunque, viendo los liderazgos actuales, me parece una nomenclatura bastante precisa.

Francamente, con el caos que tenemos montado en el planeta Tierra, nunca deja de sorprenderme la obsesión humana por explicarlo, clasificarlo y ordenarlo todo. Por supuesto, nuestras definiciones —esas que tanto presumen de objetividad— no son más que el espejo de la cultura dominante de turno. Véanse los americanos del 2025 criticando al Papa de Roma por no hablar inglés. Siendo yankees, supongo que también esperaban que, en lugar de vino, consagrara la hostia con un latte de Starbucks. No te rías, que se viene.

A pesar del narcisismo planetario, el universo está ahí, silencioso, inmenso, como una bofetada de humildad. Recordándonos lo poco que sabemos. Representa lo desconocido en estado puro y, al mismo tiempo, lo único capaz de darnos un poquito de perspectiva sobre nuestra propia existencia. Ya lo dijo Katy Perry.

No entender el universo es, a la vez, un alivio y un reto. Nos dice que nada importa tanto —y, a la vez— nos empuja a seguir buscando respuestas, a seguir preguntando aunque no sepamos muy bien qué. El cine de Paolo Sorrentino es una buenísima metáfora de esto. Anclado en lo terrenal, aspira constantemente a lo sublime. Sus películas no responden, solo exploran. Y precisamente ahí radica el motor de nuestra especie: en la búsqueda incansable de lo divino e intentar dar sentido a los límites de nuestro entendimiento.

Así que mientras esperas, deshidratada y perdiendo dioptrías por segundo en la cola digital para ver a Bad Bunny y perrear dos horas de tu vida (bien invertidas, ojo), te recomiendo seguir cuentas como @spaceinnutshell. Sin garantizar ningún tipo de respuestas, quizá te den una nueva perspectiva sobre lo importante.

 

Raquel Sertaje