El rural gallego: Entre la utopía vendida y la realidad olvidada

Cartas desde Copenhague

En 2007, por primera vez en la historia, la población urbanita superó a la rural, y se espera que en 2050 dos tercios de la humanidad vivan en ciudades. Se desecha así aquella visión agobiante de urbes sucias y claustrofóbicas, salidas de una novela de Dickens, donde la desigualdad, la violencia y la mugre campaban a sus anchas. Las ciudades del futuro se apellidan inteligentes. Diseñadas para un uso eficiente y sostenible de los recursos, los núcleos urbanos del siglo XXI aspiran a mejorar la convivencia en espacios pensados para la comodidad y el disfrute del usuario. Aglomeración, sí, pero con satisfacción ciudadana y respeto medioambiental.

Puestos así, la ciudad se antoja apetecible. Sin embargo, no faltan voces que ensalzan lo rural y, en un intento por frenar su creciente y alarmante despoblación, lo marketean como un oasis de vida sencilla, pura, alejada del mundanal ruido. Frente a la utopía urbana, se construye una contrautopía bucólica: la vida en el campo o en pequeñas poblaciones costeras, como si fuesen el paraíso perdido de Milton. Una especie de Jardín del Edén donde, en palabras de Oliver Laxe, la naturaleza te hace humilde.
La humildad, ese bien tan escaso hoy en día. Tan escaso que volamos más de 5.000 km contaminando medio planeta para ir a “encontrarnos” en templos tailandeses. Se ve que encontrarse en Galicia no es posible. No es de extrañar, teniendo en cuenta lo paradójico de la señalización y la osadía de poner topónimos en la lengua autóctona, completamente indescifrable para quienes no hablan gallego. En tailandés, al parecer, la vida es más fácil. ¡Dónde va a parar!

Por un lado, aspiramos a erradicar los aspectos negativos de las ciudades para transformarlas en espacios adaptados al ciudadano del siglo XXI. Por otro, se nos vende el mundo rural como la dorada meta de románticos de la naturaleza y jubilados en busca de un rincón apacible donde disfrutar de “otra calidad de vida”. Pero, al rascar en ambas opciones, una cosa queda clara: no es lo mismo vivir en lo rural que vivir de lo rural. Y combinar ambas cosas es cada vez más difícil.

Porque ese entorno supuestamente idílico sigue existiendo en condiciones de vergonzosa inferioridad. Tampoco quiero sonar catastrofista. Gracias a las nuevas tecnologías y a ciertas mejoras en infraestructuras, no es lo mismo vivir en un pueblo hoy que hace décadas. ¿O sí? Lo cierto es que, en su mayoría, los pueblos son poblaciones dejadas de la mano del burócrata de turno, que en lugar de facilitar la vida diaria, la complica. No me refiero a que falte un lugar donde comprar un tornillo sin tener que pasar por el amigo Bezos. Hablo de sanidad, educación, movilidad. De derechos básicos, no de abrir la ventana y respirar aire puro.

Pongamos un ejemplo. Si vives en Valdeorras y decides irte de vacaciones a Dinamarca, vas a tropezarte con ciertos obstáculos. Para volar a Copenhague tendrás que desplazarte hasta Madrid u Oporto, porque ninguno de los tres aeropuertos gallegos ofrece vuelos directos. Eso implica coger un tren desde A Gudiña u Ourense, o un autobús desde Ponferrada. Hacer coincidir los horarios con el vuelo no siempre es viable, así que lo más probable es que termines pasando noche en Madrid, encareciendo el viaje sin remedio. Viajar desde el rural cuesta más. Literalmente.

Y no hablemos de acceder al hospital de O Barco —lenta y tristemente desmantelado— para una revisión rutinaria. Si no tienes coche privado, dependes de que alguien te acerque, pides un taxi o te adaptas a las escasísimas opciones de transporte público. Todo esto en una provincia que, según el IGE, tendrá en 2037 un 36,5 % de su población mayor de 65 años, manteniéndose como la más envejecida de Galicia. Tampoco tengo espacio aquí para detenerme en cómo los pequeños ganaderos y agricultores de esta autonomía se ven abocados a la ruina intentando sobrevivir en ese rural idílico que tanto nos conminan a proteger y habitar. Las ayudas públicas llegan tarde, mal o son absolutamente insuficientes para corregir el desequilibrio. Así, la falta de relevo generacional, la baja rentabilidad y el cierre masivo de explotaciones han hecho que, en tan solo dos décadas, Galicia haya perdido más del 60 % de sus granjas ganaderas.

La vida rural es ensalzada en teoría, pero castigada en la práctica. Mientras se diseñan ciudades inteligentes con todo lujo de detalles y servicios inmejorables, a los habitantes del mundo rural se los anima a mantener un entorno sin ayudarlos a vivir dignamente de él o cómodamente en él. ¿Qué nos queda, además de ese paisaje idílico repleto de aire puro? Protestar para que no se lleven todo lo demás. Porque no es solo cuestión de que falten infraestructuras: cuando existen, no se utilizan para prestar servicio. Este 2 de agosto, la asociación sin ánimo de lucro “Plataforma Dereito ao Tren” reunió a más de 7.000 personas en A Gudiña para exigir que no se reduzcan los horarios de trenes a Madrid e interior de Galicia. Animo a visitar su Instagram y Facebook para conocer en detalle el objetivo de su protesta y el impacto que la reducción de este servicio tan básico tendrá en la ciudadanía de la zona. A la que aquí suscribe ya le ha dificultado y encarecido el viaje a Dinamarca.

La democracia evoluciona donde hay ciudadanos organizados que luchan por sus derechos. Y un rural despoblado, desmotivado o conformista difícilmente puede hacerse oír. Pero protegerlo no es una opción. Es una obligación. De lo contrario, el mundo rural gallego morirá en silencio, ahogado por medidas y eslóganes turísticos con escasa capacidad de ser llevados a la práctica.

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